Realizados por el Centro de Justicia Educacional UC y la Plataforma de Investigación NDE, los estudios etnográficos muestran el avance de diagnósticos en las escuelas y los requerimientos de consultar con especialistas por conductas antes no consideradas como patológicas. El avance de estas prácticas en educación básica ha llevado, en muchos casos, a la patologización de estudiantes con la consiguiente medicación de éstos.
Santiago. Un estudiante que conversa en clases o que no puede mantenerse sentado por largos periodos de tiempo se han transformado en razones para sugerir un diagnóstico de necesidades educativas especiales por parte de profesores, profesoras y otros profesionales de la educación. Muchas veces este diagnóstico se traduce en el ya conocido trastorno de déficit atencional e hiperactividad (TDAH), cuyo tratamiento puede resultar en medicación. Así lo describen los estudios realizados desde 2017 por el Centro Justicia Educacional (CJE) UC y la Plataforma de Investigación Normalidad Diferencia y Educación (NDE).
Se trata de una realidad que hoy afectaría a cerca de 200 mil niños y niñas en edad escolar, según datos de la Unidad de Estadísticas del Centro de Estudios de la División de Planificación y Presupuesto del Ministerio de Educación.
El Centro de Justicia Educacional de la UC realizó etnografías en establecimientos educacionales en distintas comunas de Santiago para entender el avance de los diagnósticos de necesidades educativas especiales. Las etnografías registraron los procesos mediante los que profesores, profesoras y otros profesionales de la educación piden evaluaciones, basándose en la observación de conductas, comportamientos y emociones que distan de ser patológicos como, por ejemplo, aburrirse en clases, timidez o incluso prácticas creativas como mezclar la ensalada con el postre.
“A propósito de nuestras investigaciones, hoy entendemos que, muchas veces, el diagnóstico está orientado a facilitar el manejo de los y las estudiantes dentro de la sala, más que facilitar el aprendizaje”, explica Claudia Matus, Investigadora Principal del CJE, académica de la Facultad de Educación UC, y Directora del Proyecto Anillos en Ciencias Sociales y Humanidades “La Producción de la Norma de Género”.
Las etnografías mencionadas fueron realizadas en escuelas que reciben subvenciones estatales para tratar las necesidades educativas especiales. Es así como cada comienzo de año se realiza una evaluación preventiva de los y las estudiantes, en donde conductas y actitudes como no tener amigos, ser inquieto o tener ciertos tics, suelen encender las alarmas de profesionales de la educación. El estudio reportó que desde los establecimientos se presiona a los padres para que lleven a su hijo o hija a un neurólogo o sicólogo para buscar un diagnóstico. “Estas prácticas institucionalizadas vinculadas con la subvención estatal debieran, por lo menos, llamarnos la atención,” indica Macarena García, investigadora del Centro de Justicia Educacional.
Las etnografías mostraron un entramado de complicidades en el que más que establecer responsabilidades individuales se observan distintos mecanismos que parecen favorecer la proliferación de diagnósticos como una forma de atender supuestas diferencias o necesidades especiales de algunos niños y niñas. ¿Cómo es que un niño o niña que no pueda estar sentada todo el rato en la sala de clases, se piense que necesita un diagnóstico?. “Nuestra pregunta también apunta a pensar en cuántas de estas actitudes no son también parte del mundo adulto. ¿O es que los adultos ya no se piensan inquietos, tímidos o distraídos?,” pregunta Claudia Matus.
Ahora bien, el cómo se deriva a niños y niñas a especialistas, también debiera poner una alerta. Las etnografías también permitieron observar cómo estas prácticas se imbrican con distintos sesgos y prejuicios. Si consideramos que nuestras salas de clases hoy en día son cada vez más diversas, es necesario pensar críticamente sobre lo que consideramos como conductas apropiadas para el aprendizaje.
“No todo es diagnosticable”, aseguran las especialistas, quienes consideran que estas observaciones están enmarcadas en un paradigma que promueve la idea de que niños y niñas aprenden cuando están sentados en sus sillas mirando hacia el pizarrón. “El problema es que esta cultura del diagnóstico se ha ido naturalizando en los últimos años y hemos empezado a creer que todo lo que no se ajusta a las expectativas del orden de la sala de clases o de la imagen idealizada de estudiantes aprendiendo, es síntoma de un problema sicológico”, agrega García.
Y dadas las consecuencias que pueden tener estos diagnósticos, la propuesta es comenzar a problematizar estas prácticas hoy normalizadas. “No estamos diciendo que esto es fácil; pero debemos empezar a proponer otras formas de entender las maneras en que niñas y niños aprenden y se comportan”, concluye Matus.